Existen noches en las
que, sin poder conciliar el sueño, damos mil y más vueltas a temas diferentes
que, algunos, nos preocupan y otros no tanto. Esta pasada ha sido una de ellas,
en las que, entre otros pensamientos, me ha zarandeado de bien uno que incidía
una y otra vez sobre el concepto de eternidad. Diré entre paréntesis que no
recuerdo que en mi juventud me asaltaran, ni aun en los momentos más
tenebrosos, preocupaciones de semejante perfil. Seguramente sea debido a que
cada día tengo más cerca el marco de juego de la eternidad.
Resulta que lo que
me ha llevado a esta zozobra nocturna ha sido un conjunto de fósiles
descubiertos en Canadá, que por lo que dicen sesudos científicos pertenecen a
seres vivos de hace cuatro mil millones de años. Sin necesidad de comenzar a
contarlos, pensando solamente en esa difícil de imaginar cantidad, me ha
invadido una sensación de nerviosismo que ha puesto a las claras mi propia
pequeñez (nimiedad)
Pero al poco me he acordado
que hace unos meses, en uno de mis paseos a pie por carreteras del país, di con
una vieja lápida adornada con un ramito de flores. Aquella piedra tenía escrita
una leyenda que recordaba el fallecimiento en el lugar de un joven en el año
1948. Un triste hecho sucedido hace sesenta y ocho años. Lo bonito, sin embargo, fue cuando comprobé que las flores eran
naturales, puestas allí por una mano anónima.
Y esta noche, al
venirme a la mente ese recuerdo, me he dado cuenta de que la eternidad y la permanencia
viva en el corazón de alguien son sinónimos, sin importar para nada la longitud
del tiempo. Y tranquilizado con ese descubrimiento, me he quedado dormido.
Fotografía: Tere Anda
Traducción del original en
euskera, que publiqué en mi blog Etorkizuna Etorkizun el 27 de marzo de
2017