Ha
resultado un fin de semana soleado y he podido gozar en paz de los últimos momentos veraniegos, mientras en
algunos lugares del mundo –incluso no tan lejanos de nosotros- la espiral flagelante
de la violencia ha sacudido las espaldas de millones de seres humanos. ¡Vaya
destino el de la humanidad! No hay derecho a que el bienestar de unos pocos
traiga consigo la desgracia de tantos.
Esa
soga de desgracias extendida ad infinitum en el espacio finito en el que la
tierra gira una única vez, nos une a la
realidad cotidiana y una serie de dudas aparecen en nuestras mentes, dejándonos
la sensación negativa de si seremos capaces alguna vez de darles si quiera un
poquito de luz. ¡Es tan profunda nuestra
superficialidad!
Aunque
el libro sabio de la vida nos lo repitiera un millón de veces y por más que nos
pasaran sin cesar ante nuestros ojos la película de las verdades básicas no
aprenderíamos nunca: el mayor de los logros no merece el menor sufrimiento de
ningún mortal, no justifica ni el mínimo de los males. Pero la primera pregunta
que me hace dudar es precisamente si los hombres y mujeres somos capaces de
entender tamaña verdad. Luego vienen las otras.
Y a medida que voy creciendo en edad, quedan tras
de mí montones de preguntas sin contestar, pero –mira por dónde- aparece una
duda que me atrapa, como si quisiera poner en mi espíritu una gota de
tranquilidad: ¿no será suficiente el ejercicio de preguntar sin pausa sobre lo
desconocido, sin darnos por vencidos ante la incapacidad original para las
respuestas a los enigmas? ¿Será ése el camino para encontrarnos con el Dios
desconocido?
Foto: Tere Anda
Traducción del artículo que escribí en euskera en mi blog ETORKIZUNA ETORKIZUN el 17 de septiembre de 2012.
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