Cuatro largas horas en un aeropuerto dan para mucho. Leer, escribir, dormir, aburrirse, pensar y observar lo que sucede alrededor de uno; esas y otras son las opciones que se nos presentan cuando nos encontramos a la espera de abordar un avión. Hoy he tenido que hacerlo durante cuatro horas en el parisino Orly Sur, antes de que despegara el aparato que me debía traer a tierras africanas. Sentado junto al acceso del control de pasaportes, me he entretenido realizando un pequeño análisis sobre el comportamiento humano.
He analizado los besos. Y he observado cantidad de modalidades. Tenemos
aquellos propios de quienes un vuelo hacia algún lugar separa sin solución
aparente para sus protagonistas, a tenor de los aspavientos que acompañan a los
ósculos; los de los enamorados jovencitos, fogosos; los de los nuevos Judas,
que por sus pocas muestras de afecto, prefieren el sonido del dinero a la
muestra de cariño que les ofrece quien queda en tierra; los indiferentes; los
atornillados; los sonoros; los que se acompañan de un abrazo libinidoso; los
que no llegan a rozar la mejilla del besado... La mayoría van acompañados de
lágrimas de dolor y rostros apenados. Otros aparecen secos y sin muestra alguna
de emoción.
Me he levantado y me he acercado a la puerta de las llegadas: los besos
eran muy semejantes, así como las lágrimas. Cambiaban los semblantes. La
alegría era lo normal entre los que se encontraban. “Este espectáculo que
estamos viendo me recuerda a los hospitales” me ha dicho Xabier Mendiaga, sentado
junto a mí a la espera de la salida del avión de Tunis Air. “La única
sección que, en la mayoría de los casos, aporta alegría es la correspondiente a
maternidad. Ellos vienen. En todo el
resto de secciones hospitalarias se palpa el duro destino de la persona. Nos
estamos yendo”
Traducción del original en
euskera, que publiqué en Euskaldunon Egunkaria el 11 de febrero de 1992
Foto: cuatroenuno.blogspot.com
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