El tiempo corre tan aprisa que el propio significado de muchos términos
cambia, perdiéndose el precedente en el olvido, o llegando incluso a
representar opciones contrarias. Podríamos poner cantidad de ejemplos que
avalan lo antedicho, muestra inequívoca de la velocidad a la que camina nuestra
sociedad, inmersa en una revolución sin igual de usos y costumbres.
Frente a un álbum de fotografías recuerdo los años de mi niñez. Ahí estamos
todos los que fuimos, vestidos de domingo, encorbatados sin excepción, como
mandaban los cánones de la época. No éramos ni más ni menos que nadie.
Llevábamos corbata, como lo había hecho también la generación de nuestros
padres. Y la sociedad, aun a pesar de su uniforme, caminaba hacia adelante,
haciendo frente a miles de preocupaciones diferentes y más graves que la
uniformidad de la vestimenta.
Hoy en día la corbata ha perdido su presencia social. Nuevas costumbre
–diferentes, nunca mejores o peores- han arrinconado “la cinta enlazada” como
ya lo hicieran antes con los zapatos de charol o con los tirantes de los
pantalones. Cualquier colectivo humano necesita de la innovación y de la
creatividad si quiere mantenerse con las constantes vivas. De ahí el desarrollo
intelectual. Pero, amigos, afirmar que los que usamos corbata somos especimenes
arcaicos de no sé que casta retrógrada me parece algo gratuito y fuera de
lugar.
“Para tu faringitis crónica la corbata te vendrá fenomenal ¿no?” me decía el otro día mi incondicional amigo
Xabier Mendiaga, mientras charlábamos
en nuestro acostumbrado paseo dominical sobre esta prenda en desuso.
Traducción del original en euskera, que publiqué en Euskaldunon Egunkaria el 28 de enero de 1992
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