La dramática evolución de la actual crisis, que
está poniendo en danza a los economistas del mundo no nos ha cogido a todos por
sorpresa. En vez de tomar medidas para algo que los meros observadores
apreciábamos como muy peligroso, los mandamases a nivel mundial - junto a los
intocables “gurus” de la economía- siguieron erigiendo un falso escenario, en
consonancia con sus intereses políticos y financieros. Lógicamente,
inversamente proporcionales al bienestar sostenible del resto de los mortales.
En este remolino catastrófico que vivimos es muy interesante al caso de Alemania, convertido en
líder espiritual y económico de la Unión Europea. Y, hay que confesarlo, se ha
hecho con la etiqueta de primera potencia gracias a sus méritos propios, al ser
la que mejor ha sabido diseñar en los últimos sesenta años la estrategia
industrial que de forma más eficaz está haciendo frente a la ola destructora
que hemos creado los occidentales civilizados. Supo preparar una poderosa
infraestructura empresarial, sobre un solar material y anímico completamente
destrozado por la segunda guerra mundial.
Alemania estaba deshecha
en 1945, y por si ello fuera poco los aliados se repartieron el estado, cual
botín de presa. Pero los alemanes, poniendo punto final al período de desquiciados
dirigentes, reforzaron la democracia acondicionando la base de una economía
social, con el máximo objetivo de lograr a medio plazo el liderazgo de los
pueblos desarrollados de Europa. Lejos de las ortodoxias aniquiladoras del
comunismo y del capitalismo, Alemania apostó por una economía social, y su
nueva política económica se enfocó decididamente desde un principio hacia la
adecuada atención pública para todos sus ciudadanos. Eso sí, dando importancia
a la competitividad y actuando libre de monolitismos estériles.
A los dirigentes
políticos – Adenauer, Erhard...- no les tembló el pulso a la hora de cargar con
más impuestos a quienes más tenían. Si se apostaba por una justicia social era
imprescindible el reparto de la riqueza. Pero los alemanes sabían bien que su
desarrollo pasaba por una entente con Europa, donde tenían su mercado natural.
Y, por ello, el primer ladrillo de la futura Unión Europea fue alemán, con la
ayuda práctica de su vecino francés. Los dos estados tenían muy claro que,
tarde o temprano, sobre el eje Bonn-París discurriría la economía europea. Y
así les ha ido. Muy bien. Mientras tanto, el resto de países siguió como pudo a
aquella locomotora económica. Algunos, además, con planteamientos
cortoplacistas sin sentido.
Hoy en día, sin embargo,
existe la gran incógnita de hasta dónde creían en la Europa unida aquellos sus
impulsores. Siendo como son totalmente diferentes las raíces culturales y
sociales de los diversos estados, parece que nadie estaba dispuesto a
sacrificar sus seculares realidades. Diferentes idiomas, usos y costumbres, por
doquier. Con ese panorama también la economía jugó con distintos medios,
apostando por formas varias de actuación. Y, como suele ser normal, los que
mejor planificaron han resultado vencedores.
Hoy en día, unos y otros
ven de forma distinta sus futuros a corto y medio. Quienes se tumbaron cara al
sol tienen una salida mucho más complicada que los que hicieron los deberes a
tiempo. Y lo que en la actualidad le sucede a Alemania, una vez superado el
costo económico y social de su reunificación, es que no le hace ninguna gracia
prestar ayuda al resto de estados. En estos momentos Alemania no tiene tanta
necesidad de Europa.
Traducción del original
en euskera, publicado en la revista Argia el 23-10-11
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