Cuando estudiábamos la carrera universitaria se denominaba principio de Peter a la teoría del rendimiento laboral en las empresas, y al fenómeno de las jerarquías en las mismas. Bueno, no sé si entonces ya se le decía Peter o se trata de un bautizo posterior. Pero es lo mismo. Según dicha teoría, la totalidad de las personas tenemos tendencia a escalar en la cadena de mando, llegándose a la perfecta incapacidad cuando se ha alcanzado el tope de la altura objeto de nuestro afán. En el mismo momento que se ha llegado al máximo nivel uno se convierte en un inútil profesional total, si bien es cierto que dejamos de estorbar en el camino al resto de los competidores.
Pienso que alguien debería gritar un “Stop” alto y claro a la marcha sin sentido de esta nuestra sociedad desconcertante y medio alienada en la que vivimos. No nos conformamos con nada y no hacemos más que mirar al vecino con la esperanza oculta de superarle. Ya sé que esa tendencia tiene sus raíces más profundas en el mismo alma de las personas, que es consustancial con nosotros –quizás eso sea el pecado original- y es lo que, precisamente, algunos dicen se trata de lo que nos diferencia de los animales irracionales.
Pero la competitividad es una espada de doble filo, que va dejando en la cuneta cantidad de cadáveres cada vez que se la esgrime por razones, digamos, prácticas. En la escuela, la fábrica, en las conversaciones con los amigos, en el mismo hogar... es decir cada vez que uno de nosotros palpa que alguien puede ser su rival, inmediatamente hace uso, y puede ser que en muchos casos de manera inconsciente, de todas las herramientas a su alcance para derrotar y eliminar al adversario.
Como me subrayaba días pasados mi amigo Xabier Mendiaga, la competitividad es fuente de cantidad de frustraciones. “¿Por qué?” me interrogaba. Y él mismo respondía: “Pues porque todos aquellos que actúan desde el equilibrio, con amplitud de miras, sin agobios, con rigor conformista y con sana alegría, es decir los considerados por nuestra cuadricular sociedad como cachazudos, no tienen interés alguno en perjudicar al resto. Y además viven felices”
Pienso que alguien debería gritar un “Stop” alto y claro a la marcha sin sentido de esta nuestra sociedad desconcertante y medio alienada en la que vivimos. No nos conformamos con nada y no hacemos más que mirar al vecino con la esperanza oculta de superarle. Ya sé que esa tendencia tiene sus raíces más profundas en el mismo alma de las personas, que es consustancial con nosotros –quizás eso sea el pecado original- y es lo que, precisamente, algunos dicen se trata de lo que nos diferencia de los animales irracionales.
Pero la competitividad es una espada de doble filo, que va dejando en la cuneta cantidad de cadáveres cada vez que se la esgrime por razones, digamos, prácticas. En la escuela, la fábrica, en las conversaciones con los amigos, en el mismo hogar... es decir cada vez que uno de nosotros palpa que alguien puede ser su rival, inmediatamente hace uso, y puede ser que en muchos casos de manera inconsciente, de todas las herramientas a su alcance para derrotar y eliminar al adversario.
Como me subrayaba días pasados mi amigo Xabier Mendiaga, la competitividad es fuente de cantidad de frustraciones. “¿Por qué?” me interrogaba. Y él mismo respondía: “Pues porque todos aquellos que actúan desde el equilibrio, con amplitud de miras, sin agobios, con rigor conformista y con sana alegría, es decir los considerados por nuestra cuadricular sociedad como cachazudos, no tienen interés alguno en perjudicar al resto. Y además viven felices”
Fotografía: Tere Anda
Traducción del original en
euskera, publicado en Euskaldunon Egunkaria, el 2 de octubre de 1993
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